Confieso que yo era uno de los millones de admiradores en todo el mundo que veía en la elección de Barack Obama con un hálito de esperanza a la que había sido una turbia y repetitiva presidencia de George W. Bush. Había hasta comprado el libro escrito por él La audacia de la Esperanza, porque tenía estampada su firma y en el eslogan pegajoso “sí podemos” se reflejaba un anhelo que me recordaba los cortos años del presidente John F. Kennedy. Cuando Obama tomó posesión, el 20 de enero de 2009, Estados Unidos no se encontraba en una buena situación. Todavía estaba sumida en una guerra de atrición en Irak y sufría las consecuencias de la crisis hipotecaria, para algunos, la peor recesión si recordamos la del 29. Cuarenta y nueve millones de norteamericanos no poseían seguros de salud, de ninguna índole, y muchos vivían debajo de la línea de la pobreza. Cambiar esta situación no fue fácil. En su primer periodo, el desempleo se mantuvo en una tasa del 7.8%. Pero con la renovada confianza los números empezaron a cambiar. La confianza del consumidor empezó a escalar. Lo mismo sucedió con la producción. Introdujo el Obamacare, lo que le permitió a millones de norteamericanos contar con un seguro de salud por primera vez. Siendo fiel a su promesa, retiró a la mayoría de las tropas de Irak y Afganistán. En su primer periodo el índice Dow Jones de la Bolsa de Valores de Wall Street subió a $13 mil 534.89. Y para culminar, logró vengar el ataque terrorista de septiembre 11 de 2001, matando a Osama Bin Laden.

Todos estos acontecimientos le aseguraron la reelección para un segundo periodo. Pero como casi siempre, todos los actos humanos traen consecuencias. La deuda nacional se disparó a 20 trillones de dólares. La aplicación del Obamacare se volvió más complicada. En una franca entrevista con la revista The Atlantic, reconoció que a Washington no se le podía cambiar desde adentro, solo desde afuera. Sin embargo, domésticamente siguieron sus logros. Hizo bajar la tasa de desempleo a menos del 5%. Aprobó una nueva comunidad económica en el Trans Pacific Partnership. También reanudó las relaciones diplomáticas con Cuba. Ahora, a días de dejar la presidencia, el Quinnipiac registra su índice de aprobación en un 55%, uno de los más altos de reciente memoria. Sin embargo, es en la política exterior y no la doméstica en la que, considero, están sus fallas.

Estados Unidos es la superpotencia del mundo libre, y cuando esta potencia se amilana y retrae, todos sufrimos. Por ejemplo Siria. Obama predijo que la utilización de armas químicas constituiría la línea roja en que Estados Unidos intervendría más decisivamente. La línea no solo se volvió roja, sino morada… y Obama vacilo dejándole el campo a la Rusia de Putin. Intervino en Libia para dejarle el camino a ISIS o la nación islámica. Retiró demasiado rápido las tropas de Irak, creando un vacío que también fue llenado por ISIS. Aceptó un arreglo nuclear con Irán, solo prolongando por 10 años la obtención de armamento nuclear por este último. China, que considero se va a convertir en la verdadera nueva superpotencia del siglo XXI, dejó que militarizara el Pacífico Sur.

Es con el dragón chino y no al oso ruso donde la verdadera competencia estratégica se va a dar. Volviendo a Rusia, permitió que esta se anexara Crimea y parte de Ucrania Oriental. Asimilando todo esto, ¿Cómo es que Rusia no le va a perder el respeto a Estados Unidos hackeando cibernéticamente sus computadoras en el último torneo electoral? Quiera o no, Estados Unidos es una superpotencia global y el espacio que deje, va a ser tarde o temprano llenado alegremente por potencias rivales.

Entonces, cómo catalogar la presidencia de Barack Obama. Esto me trae a la mente una anécdota sobre Zhou en Lai. Al preguntarle un historiador que cuál era su opinión sobre la Revolución Francesa, este le contestó que todavía era muy temprano para emitir un juicio.

EZRA HOMSANY

17 DE ENERO 2017